Defender la verdad en medio de una realidad corrupta, es un acto heroico. La manera como definimos nuestros héroes es una extraña forma de corrupción también. En Venezuela se tiene como costumbre celebrar la figura del pícaro, y de convertirlo en héroe. Ha sido tema de estudio tanto para psicólogos como Axel Capriles, como para artistas de la talla de José Ignacio Cabrujas, hombre de letras, teatro y televisión, y columna cultural de nuestro país, otro de esos héroes que batalló en pro de la verdad.
La herencia intelectual de Cabrujas, empapa el gran grueso de la obra teatral de Karin Valecillos, dramaturga y guionista de la película El Amparo. De lo teatral parte la base para la construcción de esta película, que tiene en su haber un recorrido por 50 festivales, y que se ha alzado con 25 premios a nivel internacional.
Una fecha fue el detonante para que tal éxito tocara a la puerta de la agrupación (teatral y cinematográfica) Tumbarrancho: 29-10-88, título de la obra original de Valecillos, y fecha en la que aconteció la vulgar masacre.
De los temas y las estructuras presentes en la obra de Cabrujas, Karin condensa, pero sin perder la base fundamental: el melodrama del venezolano que se moviliza a través de ese realismo mágico que a veces es confundido con <<absurdo>>.
La tragedia pues, se hace visible: en la localidad de El Amparo, municipio Páez del estado Apure –fronterizo con Colombia–, fueron asesinados 14 pescadores por funcionarios policiales y militares del Comando Específico “José Antonio Páez” (Cejap), durante el gobierno de Jaime Lusinchi, en una operación denominada “Anguila III”, que consistía en la lucha contra grupos subversivos colombianos. Las víctimas totales fueron 16, dos de ellas sobrevivieron.
Sobre este acontecimiento, Valecillos construye la historia de Pinilla y Aria, los dos sobrevivientes, los dos héroes de esta historia, que se constituyen como una metáfora histórica sobre dos décadas de impunidad e injusticia. Pues hasta la fecha, el expediente sigue en manos de un tribunal militar, condenado a no pasar las lindes de lo civil. Y es que corrupción y verdad no van de la mano, quizá la <<corrupción>> existe para que la <<verdad>> nunca salga a flote, para ahogarla, y promover que frente a ella la <<ingenuidad>> sea convertida en un mal, porque hoy día ser ingenuo es un pecado.
La historia de El Amparo, es la historia de Venezuela. Sus sucesos se anexan frente a la ignominia del presente. Sobre estos temas, la película de Rober Calzadilla enfrenta a sus protagonistas, quienes luchan contra la presión del miedo, representada en la conducta de su imaginario, un pueblo que es familia, querencia e identidad, y que no está exento de caer bajo las garras de la duda, esa que saca a flote las perversiones que el miedo construye. Es a través de estas emociones, como se va librando la batalla psíquica de estos personajes, que descubren la fortaleza de aferrarse a la dignidad, frente a la corrupción en todo su esplendor.
La <<verdad>> es una forma de <<libertad>>
La cámara de Michell Rivas se detiene a observarlos con la distancia necesaria para ver solo sus rostros, simulando la experiencia de convertir al espectador en un habitante más de un pueblo ingenuo, que un día, a partir del 29 de octubre del año 1988, ha comenzado a vivir la experiencia del horror, de la estupidez y el miedo. La cámara nos presenta una mirada que se convierte en la nuestra, y que va adentrándonos en una historia que nos contagia frustración, pero también nos hace pensar en esas formas que tenemos los seres humanos de aferrarnos a lo mejor de nosotros mismos, cuando no se da el brazo a torcer frente a la barbarie.
Su diseño sonoro ayuda a construir ese espacio cotidiano a través de la naturalidad de sus sonidos. La música de Andrés Levell, es una herramienta más, su código atrapa por su facultad de no querer ir por encima de lo narrativo, sino de la mano, y ayuda a construir atmósferas de tensión a través de la distorsión y su constante registro en graves, ayudando a mantener el suspenso. Solo las voces resaltan por sobre cualquier otro elemento, y curiosamente este contraste revela la teatralidad de algunos de sus diálogos, que se deslizan entre sutilezas poéticas y crudas verdades, algo que se hace más presente en su segunda parte, y que por momentos da la sensación de quebrar el ritmo narrativo. Su primer tramo, por el contrario, se ha construido de manera tal, que apenas y seguimos las acciones de un coro de personajes que partirán a pescar, como un pescador más, siendo pueblo.
Es en esta primera parte, en la que Calzadilla refleja la calidad de cineasta que es, observando sin prisas a los pescadores, su entorno, parte de sus personalidades, sus carencias y fortalezas, y construyendo una estética en torno a ello, que bebe de esas formas que el cine de autor se empeña en institucionalizar por estos días.
En ese sentido, la dirección de los actores se aborda desde un hiperrealismo naturalista, solo cercano a Robert Bresson en su romanticismo, pues si en Un prisionero a muerte un <<modelo>> (como define Bresson a “los actores”) es una pieza emocionalmente diseñada para contribuir al viaje de la razón y la comprensión de una verdad particular (como ocurre también en La Pasión de Juana de Arco) en El Amparo, <<los modelos>> han cobrado vida y van descubriendo las emociones por sí mismos. En ese registro actoral, en esa dirección, se construye el grueso de esta película, en la manera como nos va descubriendo las miradas de amor, odio, pasión, dolor, frustración, indignación, picaresca y horror, pues son las emociones por las que también un espectador podría pasar al verlas, una verdad transmitida. Algo hermoso, pero doloroso.
El Yagual, el pueblo donde fue registrada la película, sirve de cuerpo para la representación de ese Amparo de finales de los años ochenta. El pueblo cobra vida a través de la lejanía, lo vemos con cierto velo, una facultad que lo hacer ver como un personaje fantasmal. Sus calles, casas, aceras y plazas, son apenas referenciadas a través de la distancia focal de los espacios que sus personajes transitan. El montaje prescinde de planos referenciales, apenas uno a cielo abierto que retrata la belleza natural del estado Apure, y esa decisión narrativa, pero también formal, permite que el espectador no pierda el tiempo en detalles, quizás banales, solo apuntando hacía lo necesario.
De esta manera, se redirige la atención constantemente hacía los personajes, dotando al pueblo de una personalidad única como conjunto, en paralelo a la angustia de los dos sobrevivientes, y que termina por calzar en ese viaje hacía lo desconocido, producto de la desinformación. ¿Qué ha pasado? ¿por qué pasó? ¿y qué pasará? son las preguntas que bordean constantemente el desarrollo y que de alguna manera se enlazan con nuestras angustias y preguntas presentes.
Una búsqueda en la RAE da al término <<héroe>> la siguiente definición: Persona ilustre y famosa por sus hazañas o virtudes. Hoy día se requiere mucho valor para hablar de la verdad, pero creo que aún más, si se trata de “nuestra verdad”. En El Amparo, usted se puede encontrar con ambas.