Declaraba Umberto Eco en un artículo publicado en el medio italiano La Stampa que las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas (…)
La cita en cuestión ha sido prostituida hasta la saciedad, pero no le quita el carácter necesario para pensar los tiempos que vivimos en cuanto a expresión y comunicación se refiere; mucho más en esta Venezuela agónica que es incapaz -en redes sociales- de diferenciar <<crítica>> de <<opinión>>. Lo que para este servidor es una carrera social intelectual 2.0, compitiendo por el título de: estupidez Magna Cum Laude.
La preocupación del filósofo profundiza en esa idea al aclarar ellos -los idiotas- rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar de un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles.
Cuando Eco apunta a la imbecilidad de los usuarios de las redes sociales, el aparente ataque es contra la democratización radical del pensamiento que promueve el flujo sin filtro, y el carente proceso analítico del usuario ante la información que llega a sus ojos.
Es decir, mucha información, cero comprensión.
Se le podría achacar a Eco que su descarga contra la aparente libertad de expresión está ligada también a cierta generalización. Pero la interrogante es doble: ¿Libertad de expresión o libertad de comunicación? ¿Comprensión intelectual o comprensión emocional?
Como sabemos, las redes sociales son espacios virtuales, lo que no queda claro es el funcionamiento de estos. La pluralidad del pensamiento funciona inversamente. Nuestras preocupaciones pueden ser vistas como meras distracciones, nuestra burlas pueden ser observadas como preocupaciones, nuestros modos de ver la vida se convierten en la ofensa del modo de vida de otros.
Los paradigmas multiculturales del S. XXI, promovidos por la falsa percepción de un tono inexistente.
Las redes sociales, el utópico espacio para el incentivo del diálogo, el debate, la crítica o el análisis, se convierte así en un coliseo moderno, cuna de discusiones sanguinarias para el disfrute de los tigres de las pantallas que se alimentan de la exposición de nuestras vulnerabilidades, mientras otros se jactan de la vida “feliz”. Blackmirror dixit.
El espacio para el debate racional queda anulado frente a la estupidez natural de los internautas, la gran verdad es que cuando la respuesta viene desde las entrañas, nadie piensa, solo actúan.
Bajo este panorama es como irrumpen los defensores de la nada, aquellos desbocados irracionales que teclean fuerte para defender lo indefendible, escudar lo caído o apagar antorchas para que no se quemen los rabos de paja.
Nacen olas de cineastas exigiendo la muerte de la crítica (o de ciertos críticos, como fue el caso del vilipendio público a Sergio Monsalve). Nacen espectadores indignados por los contextos culturales de ciertas propuestas teatrales (como fue el caso del estreno en el Teatro Teresa Carreño de El pez que fuma escenificado por la (re)nacida moribunda Compañía Nacional de Teatro), y a su vez, directores berrincheros orgullosos de su mediocridad, avalados acaloradamente por defensores del status quo – reflejo de un condicionamiento político y social-. Del “Este” o del “Oeste”, elija usted su recorrido subterráneo favorito, nada cambia.
Y como en el país de la desmemoria y de la adicción emocional todo se olvida fácil, ahí quedan las rencillas de la miseria intelectual escondidas entre los algoritmos de Facebook y sus recuerdos oportunos. Es el presente del debate cultural venezolano.
La ironía de esta situación Econiana apunta al hecho de que cada uno de estos idiotas no solamente está dando su punto de vista, si no, que lo asume como una verdad. De ahí el enfoque del filósofo sobre la banalización del pensamiento, que visto lo visto, pareciera no proviene de gente preparada, sino, única y exclusivamente de borrachos en un bar.
El monitor ha idiotizado a los profesionales –de haberlos- y les ha dado la potestad de protestar contra los temas de la actualidad como pastores que invitan a sus borregos a unirse a un grupo de otros idiotas.
Pasquali, en una entrevista concedida a Prodavinci, cuestiona la utilidad de las escuelas de comunicación social en nuestros días y rinde valor al common knowledge, como nuevo concepto y estrategia comunicacional, hablando de uno de los objetivos principales de la comunicación: relaciones.
Relaciones que posiblemente puedan existir a través de la asociación que el conocimiento previo brinda. Todo lo que consumimos en el internet puede tener un valor más significativo a través del aprendizaje que otras ramas nos aportan. El estudioso pone de ejemplo el conocimiento filosófico.
Dice: El uso de Internet es una pirámide vertiginosa que siempre pone a prueba tu formación previa. Si tienes principios filosóficos robustos, verás en Internet lo que otros no ven y sabrás navegar por lugares de conocimiento, donde otros ni siquiera sabrán qué hacer.
El planteamiento de Pasquali apunta entonces no a la libertad de expresión, si no, a la libertad de comunicación y aprendizaje.
Dónde Eco veía la decadencia del pensamiento, Pasquali asoma la posibilidad de una nueva forma de obtener conocimiento, la doble interrogante se vuelve a hacer presente.
Y el efecto irónico se despierta en quien esto escribe: ¿De tanto insultarnos -sin objetivo- obtendremos el conocimiento necesario? ¿Es alguna suerte de etapa metafísica positivista que nos permitirá ahondar en el pensamiento científico de nuestras ramas, para ser menos idiotas al responder, y más conscientes al pensar la respuesta o generar la ansiedad?
Estamos haciendo teatro o cine, no estamos descubriendo la cura del cáncer, por ende, no necesariamente todo lo que hagamos es importante, y por supuesto está proclive a la crítica, tan necesaria.
¿Nuestra cultura avalada por estos esperpentos meméticos caerán en el mismo juego político del “Aquí no se habla mal de Chavez”? ¿Prohibido hablar mal de nuestra cultura?
Si la estupidez de los foristas en Facebook –o cualquier red social- demuestra la importancia de las palabras de Pasquali y Eco, ¿cómo esperamos que las ideas logren asumir un camino de real discusión? ó ¿Cómo se le exige inteligencia a un idiota?
En principio, la polarización política nos ha vetado uno de las mayores fundamentos de lo que puede ser considerado sociedad: Comunicación. Y cómo las primeras reglas de esta característica inherente al hombre parecieran haberse estancado.
La mayor parte de las veces se habla y no se escucha, y peor aún, se cuestiona sin escuchar. La gente lee y no analiza, y peor aún, se comparte información sin certeza y se asumen mentiras como verdades.
Los idiotas, desde la visión de Eco, cubren sus espaldas desde esa necesidad personalista de obtener la recompensa de su trabajo a través de las loas de sus camaradas. Su escudo de protección es como un mantra que si se gritara desde lo alto de un risco, dejaría estallar el eco: “Se corrige en privado, se felicita en público”.
Semejante desfachatez solo promueve la hipocresía de un gremio que ya sabemos se paga y se da el vuelto, y además sataniza al que fuera de ese juego deja saber sus opiniones. El esfuerzo no se demerita, pero la necesidad de que ese esfuerzo esté acompañado de rigor creativo, es una obligación.
En medio de esta crisis es lo mínimo que deberíamos exigirnos, por respeto a nuestra profesión, y en el mejor de los casos a quienes pagan por ver el resultado final. Receptores al fin y al cabo. Creo que de ahí parte la verdadera frustración del crítico cuando escribe, y no de la “frustración creativa”, como los idiotas quieren dejar ver.
El crítico crítica, y el debate que se genera es el de un grupo de presidiarios que en vez de afrontar la crítica, afronta al mensajero para que deje de dar el mensaje. Es la ley del malandraje. Hoy día el crítico ha dejado de criticar -en muchos casos-, y comienza a producir un debate tibio, sin voz, es el resultado de este blackout promovido por el “no quiero ofender a nadie”. Y si quien está en la capacidad de generar análisis es silenciado, ¿qué se puede esperar del que necesita decir algo y es molido a palos desde su espacio?
Por lo visto, la libertad de expresión y comunicación quedaron como términos de academia. La responsabilidad del uso de nuestras palabras, como empaques de entidades universitarias, fotocopias polvorientas, y los “graduados” ciegos y mudos en un espacio coherente, sin diálogo inteligente.
Desafortunadamente el debate se arrincona frente a un sistema que a la fecha se vanagloria de sus complejos de inferioridad, promoviendo la violencia que aprisiona los recovecos más profundos de las redes sociales, el averno 2.0, nuestro <<Saló>>, nuestros días de gomorra bolivariano.
Queda en el silencio el fantasma de “The Newsroom”, de un Jeff Daniels utópico vociferando: ¡Soy el quijote, y libro una cruzada sin destino!
Larga vida a nuestra cultura artística sustentada por columnas roídas, envejecidas, partidistas, personalistas e hipócritas. Larga a vida a nuestros artistas callados, que pensando que con solo el hacer, están haciendo el bien, mientras a su alrededor estos vampiros se aprovechan de su necesidad de expresión para asumir banderas personales y apropiárselas.
Que reciben premios que no merecen, o que dan premios que desmerecen. ¿Hay diferencia? Sí, y mucha.
En todo caso, aquí no se habla mal de la cultura… ¿para qué?