El testimonio vivo de la violencia y la represión en toda sociedad ha quedado, durante años, en experiencias fotográficas y periodísticas que para la historia generan un registro importante. Pero el arte siempre ha estado un paso al frente en un intento de expresar y sentir la vivencia represora, que profundiza en su lectura, más allá del análisis.
Con el temor de represalias y amenazas, los artistas -que no disponen de identificaciones ostentosas ni en grande llevan puesto un cartel con una estampa de ARTISTA- hurgan, en la introspección de su área, la forma para señalar lo que está mal. Siempre en orden de ensalzar tres grandes valores de la filosofía occidental: lo bueno, lo bello y la verdad. A menudo de forma ingenua o visceral. En otras alcanza un mayor grado de conciencia.
Lo cierto es que “la lucha callejera, los lugares destinados al arte, el campo de la cultura, se convierten en sitios estratégicos para poner al descubierto la lógica de la represión, pues con el cambio de contexto, las puestas callejeras, el panfleto, el grabado hacen que esta cobre visibilidad para las mayorías populares”. Así lo explica Amelia Gallastegui, en su libro La filosofía y el arte como interpelación a la política.
De esta premisa parte otra igual de fundamental: no existe un arte ideológicamente neutro, es decir, “un arte que se auto-censure manteniendo la forma tradicional de vida”. Es parte activa de la política, aunque no presume de ella, ni se sumerge en ella.
En esta confrontación, los artistas han tenido un lugar primordial en las listas negras -junto con periodistas- que han llevado adelante las dictaduras.
Roger Mirza, académico e investigador, recordaba para La Diaria el rol del teatro en la Uruguay de la dictadura, entre 1973 y 1985:
“Nadie puede olvidar lo que significaron el teatro y el canto popular como formas de resistencia durante la dictadura, como oportunidades de recuperar la participación comunitaria, el encuentro con otros en un espacio público, a partir de sentimientos comunes, cuando se había prohibido toda actividad política, sindical, gremial y hasta el derecho de reunión.
En ese sentido, el solo hecho de concurrir a salas que habían sido emblemas de un teatro fuertemente comprometido con el contexto político ya significaba una toma de posición.
Así, el teatro militante de los años 60 y comienzos de los 70 se convirtió en teatro de resistencia bajo la dictadura; buscó nuevos lenguajes para mencionar lo prohibido, para reafirmar valores, para comunicarse mediante un lenguaje metafórico y de alusiones que buscó y logró la complicidad de los espectadores”.
Quizás, es cierto lo que decía el director y dramaturgo uruguayo Alberto Restuccia, sobre aquello de que “el teatro siempre es político y siempre está en crisis”. El arte lo está.
Músicos, pintores, escultores, dibujantes, arquitectos, escenógrafos y críticos de arte, entre otros del medio, fueron siempre repudiados por las más feroces dictaduras de Chile, Argentina, España y Alemania. Medio millar de artistas fueron fusilados, murieron en combate, pasaron por las cárceles y los campos de concentración en el bando republicano y franquista durante la Guerra Civil española, de acuerdo con Francisco Agramunt Lacruz, en Arte y represión en la Guerra Civil española : Artistas en checas, cárceles y campos de concentración.
La dictadura venezolana del Siglo XXI -ya hoy oficializada y reconocida como tal por la comunidad internacional-, liderada por Nicolás Maduro, parece querer seguir los pasos de esas atroces violaciones de derechos humanos a los creadores que eran parte de la lista de quehaceres diaria de los represores en otras latitudes.
El violinista Wuilly Arteaga, símbolo de la protesta pacífica de la oposición venezolana desde que iniciaron las revueltas en abril de 2017, es hoy uno de los 1348 detenidos por la Guardia Nacional Bolivariana. Van, para el momento de esta nota, 4848 personas arrestadas por protestar.
Arteaga, quien se hizo conocido por tocar en vivo en las manifestaciones en Caracas, se encuentra en el Destacamento Móvil 433 de El Paraíso, a la espera de la decisión de los tribunales. Su crimen fue solo ese. Y haber recibido un impacto de perdigón el pasado 22 de julio muy cerca del ojo izquierdo.
Wuilly Arteaga, violinista de las marchas, fue herido con perdigón en la cabeza, durante represión en #Caracas pic.twitter.com/Uhgm2d0mmU
— Patrizia Aymerich (@Patifini) July 22, 2017
Defensores de los derechos humanos denunciaron que Arteaga ha sido víctima de tratos crueles y torturas. En su claustro, funcionarios lo han amenazado en constantes ocasiones y le han quemado el cabello.
Su caso recuerda -con sus diferencias-, al del músico Jorge Peña Hen, que en septiembre de 1973 fue acusado de internar armas en los estuches de los violines de los niños, por lo que fue apresado en la cárcel de La Serena, por la “Caravana de la Muerte” del régimen de Augusto Pinochet.
Arteaga, no ha sido el único artista en pasar por la justicia del régimen. El pasado 28 de julio, Gian Marco Centorame, músico, quien toca la caja con el violinista fue también detenido y liberado ese mismo día.
desde tribunales Caracas caso Wuily https://t.co/fsPQKXc58i
— Alfredo Romero (@alfredoromero) July 29, 2017
Parece que la treta, por desventura, ha tocado directamente las fibras de la música. El 3 de mayo, cuando apenas se cumplía un mes de protestas contra gobierno, el viola Armando Cañizales fue asesinado. El mismo director venezolano de orquestas, Gustavo Dudamel, ha salido al paso para denunciar las atrocidades de las acciones tomadas por los cuerpos policiales. Por primera vez, pues nunca se había pronunciado en algo que atentara contra la imagen del gobierno chavista o madurista.
Los grupos teatrales se han resguardado en sus templos, para continuar la labor escénica perturbando, quizás, desde el mensaje y el pensamiento. Pero la misma protesta ha pasado mutado hacia el activismo, cuando algunos han decidido tomar diversas iniciativas para colaborar con las organizaciones de paramédicos que ayudan a los heridos de la represión, o bien cuando han decidido dejar las funciones gratuitas apelando a la complicidad de los espectadores y la renovación de las propuestas.
También, algunos de ellos expresaron su rechazo a la realización del Festival de Teatro de Caracas, organizado por el Estado venezolano, que se llevó a cabo del 21 al 30 de abril de 2017, sin la presentación de diez de los grupos que estaban convocados.
Después de tanto, resulta inadmisible caer en el debate sobre si se debe o no seguir haciendo arte en tiempos de conflicto. Gallastegui lo explica cuando habla de la dictadura en Argentina entre 1969 y 1973. Para entonces, la sociedad argentina estaba inmersa en una trama violenta constituida por “un campo de batalla absolutamente desigual, tanto desde el marco de las fuerzas de combate” -que en Buenos Aires pudieran ser las guerrillas, mientras que en Caracas son los cuerpos policiales y los paramilitares armados-, como desde “la crítica acerca de la legitimidad del arte, de la filosofía que interpela a la política”. Y solo en este contexto, el arte se convertía en un reflejo e identificación de lo real-social, más allá de una simple obra estética.
El creación “construye parámetros estéticos que comprenden la violencia como expresión artística, que trastoca los límites del arte como producto de la imaginación creativa del autor y lo refleja como conciencia colectiva, cobrando carnadura histórico-política que se identifica con lo real-social”.