El viaje continúa. Maestro. Lo esperan las Nubes de Calder, como dice su prima la también escritora, Carolina Espada. Su sitio está ahí, junto a los genios, en el centro del cielo. Doble por la calle Argentina en Catia, penetre en la Quinta Nazareth.
Nicolás Curiel, el gran gurú del Teatro Universitario, te grita break your leg, en un inglés trascendente que resuena en la platea como si emergiera de las entrañas del propio William Shakespeare. Román e Isaac cavilan cuál de los dos va a escribir contigo la próxima pieza para El Nuevo Grupo.
La imprenta de El Diario aguarda tu más reciente travesura; Venezuela entera necesita saber cómo ves el país, se lo debes a la quinta República de esta equivocación histórica que se ha vuelto delirio.
Tu ejercicio de ensayista a mano alzada, transformó el periodismo de opinión y lo tiñó de cercanía, de estallido humorístico, y nos encandiló con textos que quedaron tatuados en nuestra historia para ser revisados y explorados, para reelerte y aproximarnos a comprender ese atavismo de la gesticulación y la grandilocuencia. “Somos barrocos, por imposibles”, eso dijiste y nos quedamos sin respuesta.
Eres el renacentista del siglo XX venezolano. Bautizan tu primera novela, Camaleón y a Pedro Centeno Vallenilla le estallan los pectorales de orgullo. Nunca había sido personaje, hasta esta tu historia. Nadie se permite el desatino de olvidarte: estás en esta herida que se abre en Margarita y termina en el disparate de los indios Caracas.
La voz ronca resuena porque ha sido recogida en su totalidad, no podía ser de otro modo. Hasta aquellas piezas que guardaste con celo como Venezuela barata, El tambor mágico y La sopa de letras, tus escarceos infantiles; se han asomado a la luz.
Zacarías, aquel ángel terrible de la obra de tu amigo Román Chalbaud, te saluda; Esrev te hace un guiño, Eloy, tu personaje inolvidable, en la revolución de ese eterno insiliado. Isaac Chocrón te aplaude y pronuncia la palabra revolución desde el único lugar donde es posible sin que suene a condena y fracaso: el teatro. Tú lo hiciste, Cabrujas, transformaste la dramaturgia nacional desde la palabra y nos contaste desde ese “fragmento de poesía” y desde la duda metódica del fracaso.
Nos musicalizaste la escena y la convertiste en una partitura. Nos relataste desde el lugar de la sombra y la profunda compasión. Venezuela sigue siendo un campamento, y no disimula el dolor de tu partida. Estás en cada telón que se descorre: un cenital sigue los pasos vencidos de Pío Miranda, la ilusión rota del ídolo Carlos Gardel, y la monumental caída del otro Carlos, el mesías de tu generación: Marx, que en aquella figura enclenque del antihéroe Miranda, anunció la muerte del redentorismo al estallarle el koljost de remolachas en la cara.
Matilde Ancízar, inspirada por tu progenitora, encerrada por la dictadura de Gómez y el machismo imperante, esperando el rayo misterioso, el virgo clementisimo de María Luisa, las lecciones de materialismo histórico de Plácido Ancízar. Feminista fuiste en esa voz ronca y sabia de Elvira Ancízar, y en las heroínas de las telenovelas donde el color rosa tomó matices de libre albedrío. Los rones y el culo de la alemana de Cosme Paraima, los sueños secos de Antonieta Parissi, que padece frigidez existencial.
Las estrecheces de Cristobal Colón, que tan poco debieron de importarles a los reyes de Castilla, espectadores ausentes de tu Acto cultural. La alucinación de Buey vislumbrando la caída de los precios del petróleo en plena alucinación dirigida de la Venezuela Saudita; mientras se cava profundo en las oquedades de la tierra para hallar vacío y mentira en Profundo, tu esperpento made in Venezuela.
Seis tomos en la editorial Equinoccio, con todo el torrente de palabras que abrieron camino; libro que ya no hablan del país según Cabrujas, sino de El Mundo según Cabrujas. Te nos revelaste como autor angustiado por los autos de fe: religiosa y política.
Diego (Cabrujas, hijo) es ya un músico consagrado y adapta El americano ilustrado para una ópera rock; e Isabel (Palacios, viuda) prepara una gira aniversario de la Camerata de Caracas, es toda una regista que insiste en la belleza.
Un genio como el suyo siempre es pródigo y vuelve para ser eterno, imprescindible. Como dijera la gran María Cristina Lozada:
“Ninguna voz de tan bajos decibelios y proveniente de tan desconcertante timidez, ha producido tal estruendo en la conciencia nacional, en los últimos años de nuestra historia”.
Ojalá pudiéramos sonar como José Ignacio.