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En Colombia el teatro le roba escena a la violencia

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“Le hemos robado a la guerra, hemos logrado arrancar a algunos chicos de ahí”, sentencia Anamarta de Pizarro, directora desde 2010 del Festival Iberoamericano de Teatro Bogotá, que el 27 de marzo pasado terminó su XV edición.

Esta fue la primera vez que el Iberoamericano se inauguró con un evento en la calle. Había 80.000 personas el día que la Fura dels Baus puso en el Parque Simón Bolívar Afrodita y el juicio de París, que se armó con 85 artistas locales, de los cuales cerca de la mitad pertenecen a las dos zonas más violentas del país: El Tigre, municipio Valle del Guamuéz, Putumayo, y Pueblo Bello, en el Urabá. Por unas semanas, el teatro le robó la escena a la violencia.

Mientras Colombia transita un acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC, la guerrilla más antigua de América Latina, el festival hizo eco de la inmensa expectativa política con las más diversas manifestaciones artísticas.

El encuentro es así: en esa ciudad rodeada por la cordillera, calles y carreras que se bifurcan, casas de ladrillo que se alinean en el horizonte; hay teatros de todas las formas y tamaños, democráticamente repartidos. Durante 17 días, se vieron obras allí, pero también en espacios no convencionales, parques y centros comerciales, siempre repletos. Inlcuso después del festival, a pedido del público, se agregaron más funciones de una de las obras: Slava’s Snowshow, de Slava Polunin, el clown más prestigioso del mundo y uno de los creadores de Alegría, del Cirque du Soleil.

No hay dudas. Se trata de uno de los festivales de artes escénicas más importantes del mundo, en el que a lo largo de estos años participó desde Eugenio Barba con el Odin Teatret de Dinamarca, el director estadounidense Robert Wilson o el director japonés Tadashi Suzuki hasta el Berliner Ensamble o la Ópera de Beijing, entre muchos otros artistas y compañías legendarias del teatro universal. Mucho más que otros festivales latinoamericanos –como el FIBA o Santiago a Mil–, la programación del Iberoamericano se caracteriza por ser de lo más ecléctica: teatro comercial, independiente, importantes compañías, directores nóveles que probablemente serán los referentes del futuro.

“Hay para todos los gustos y para todos los bolsillos”, afirma, con orgullo, la directora, y señala los ejes de esta edición: grandes compañías, grandes personalidades, temas de inclusión y, claro, la paz.

En total, se hicieron 914 funciones que llegaron de 32 países diferentes, con una gran oferta colombiana en respuesta a la gran expansión que está experimentando el teatro nacional en los últimos años. El invitado de honor fue México: un chapuzón por las tradiciones vernáculas a través del Ballet Folclórico de la Universidad de Guadalajara; El círculo de cal, una versión libre de El círculo de tiza caucasiano, de Berlolt Brecht, por la Compañía Nacional de Teatro; y la versión contemporánea de Tristán e Isolda, según el chileno Marco Antonio de la Parra, por Luis Manuel Aguilar; fueron algunas de las obras que viajaron en representación del inmenso país.

Hubo también un foco en los países nórdicos, entre los que se destacó una adaptación de Los bajos fondos, de Máximo Gorki, por Janne Reinikainen, que trozó la obra y la reordenó como un cadáver exquisito surrealista hasta volverla irreconocible; siempre en una tensión entre el silencio y la música, y que, en vistas a los refugiados en Europa, se pregunta cómo podemos vivir juntos hoy; y The Tiger Lillies Perform Hamlet, una explosión de música e imágenes por la compañía danesa Republique y la banda inglesa de culto The Tiger Lillies, con una reescritura particular de la obra más famosa de Shakespeare, a partir de sus ejes fundamentales: la locura, el incesto y el asesinato.

También se lograron cumplir en esta edición varios sueños que la fundadora del festival, Fanny Mickey (1930-2008) –actriz, directora y gestora cultural argentina– no había podido llevar a la práctica, como incluir en la programación La visita de la vieja dama, la obra que en 1993 consagró a Omar Porras, el director colombiano más reconocido en Europa. Con su compañía Teatro Malandro, por tercera vez tomó el clásico de Friederich Dürrenmatt y lo trajo a la actualidad con su estética de máscaras y juegos pictóricos, reflejo de la trama: nada es lo que parece.

Y entre las grandes personalidades pendientes, estuvo la cantante española Ana Belén, que se presentó con Medea; la gran actriz española Nuria Espert llevó a escena una particular versión de La violación de Lucrecia de William Shakespeare; el legendario director alemán Peter Stein llegó con Boris Godunov, interpretada por los actores del Teatro Et Cetera de Moscú; el director estoveno Tomaž Pandur presentó una bella adaptación monocromática de Fausto sobre un espejo de agua, y el director alemán Thomas Ostermeier realizó El enemigo del pueblo de Henrik Ibsen.

Si bien este año la programación argentina fue escueta (estuvo Novecento del italiano Alessandro Baricco, en un unipersonal de Darío Grandinetti dirigido por Javier Daulte, y Ensueño de Martini, un espectáculo de clown para toda la familia del mimo y payaso Martín Pons, integrante del Cirque du Soleil), ya hubo anuncios: en la próxima edición el foco teatral se hará en nuestro país.

Fue en 1988, en medio de la celebración de los 450 años de la fundación de la ciudad, cuando Fanny y Ramiro Osorio –director de teatro y gestor cultural colombiano–, tuvieron una idea: integrar artísticamente a los países latinoamericanos. Estaban creando el primer Festival Iberoamericano, y sólo le presagiaban una edición. Al frente de una ciudadanía sobre la que recaía, absurda, la violencia, su lema fue: “Un acto de fe en Colombia”. Un atentado trató de impedir el evento –en ese entonces, de 10 días– pero la fuerza fue tal que ese espacio inédito de confrontación siguió nada menos que catorce ediciones más. Porque el festival es así. Los bogotanos son pasionales: aplauden, ríen, lloran. Celebran el teatro.

Según el Observatorio de Turismo de Bogotá, el evento cultural con el que los bogotanos se sienten más identificados es este festival. Tal vez por ser la única capital de América Latina que no tiene carnaval, el teatro vino a suplir esa falta de irreverencia. Porque va más allá de las obras. Hay algo que se respira en el aire, que transgrede fronteras, que moviliza afinidades. Es el mismo festival que habilita que Ostermeier negocie localidades gratuitas para un grupo de estudiantes que quiere ver la función pero no puede pagar la entrada de su versión de El enemigo del pueblo; que permite que Cédric Charron, el “guerrero de la belleza” del performer belga Jan Fabre, baile salsa en la fiesta de cierre del festival después de entregarse entero en Attends, attends, attends (pour mon père), la obra de danza en la que le habla a su padre muerto; que logra que la Plaza Bolívar –equivalente a nuestra Plaza de Mayo– se llene de jóvenes para escuchar a la banda del momento: Herencia de Timbiquí, pero también circule por las salas y las calles; que hace que todo, todo Bogotá, sepa que existe.

Fuente: Revista Enie. Clarin / Violencia

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