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Eva Hache: “Lo que dignifica el trabajo no es el aplauso, sino el dinero”

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Hace cinco años, un chiste sobre la Familia Real se coló en la gala de los Goya. Ocurrió durante el discurso de la cómica Eva Hache, que estaba al frente de la ceremonia en aquella edición. La también actriz preguntó por qué los príncipes –actuales reyes– no acudían a la entrega de premios pero sí a los partidos de balonmano.

“¡Con el daño que el balonmano ha hecho a esa familia!”, rió la intérprete. Aludía al oficio al que se dedicó en su juventud Iñaki Urdangarin, miembro consorte de la Casa y hoy en prisión. No fue la Zarzuela quien protestó ante la broma, sino la federación a cargo de ese deporte. La Academia de Cine tuvo que redactar una disculpa formal y por escrito.

Eva Hernández, como se llama realmente esta segoviana de 46 años de edad, recuerda anécdotas así en una cafetería de su actual barrio en Madrid, Malasaña.

Han pasado justo tres lustros desde que obtuviera la mención que la presentó al público: ganar un certamen de El Club de la Comedia, el espacio televisivo que presentaría años después. Cuando empezó a interesarse por hacer reír a los espectadores, el Arte Dramático ni siquiera había obtenido el reconocimiento de título superior. Así que Hernández estudió y se licenció en Filología Inglesa.

La artista llegó a la Universidad de Valladolid alentada por sus padres, poco convencidos de que encontrara un futuro encima de las tablas. Pero las aulas no consiguieron apartarla del telón: junto al grupo de teatro de la facultad descubrió las giras y ganó sus primeras pesetas como intérprete.

Lo que sí alejó a Eva del drama fue la pequeña pantalla. Porque sus dotes más reconocidas aparecieron gracias a la faceta de presentadora de programas como Noche Hache. Al mismo tiempo, ha participado como cómica en dos templos del humor: Museo Coconut y La hora chanante.

Y su espíritu crítico ha quedado patente como miembro del jurado del concurso Got talent. Una llamada del director Cesc Gay hizo que esta artista, habituada a trabajar desde la realidad tanto en los escenarios como ante las cámaras, regresara a la ficción. Sucedió el año pasado, cuando se incorporó al elenco de la obra Los vecinos de arriba.

– Los actores suelen salir a escena escondidos detrás del personaje. ¿Ocurre lo mismo cuando se ofrece un monólogo?

– No. Y es mejor así. Si buscamos el humor desde la interpretación, estamos perdidos: habremos puesto una distancia con el público y no se identificará con nosotros. En los últimos capítulos de El Club de la Comedia, de hecho, invitábamos a celebridades ajenas al mundo del espectáculo para que hicieran de sí mismas. Y les salía mejor cuando actuaban con naturalidad. Es mejor olvidarnos del artificio y contar nuestra historia como lo haríamos ante un amigo.

– ¿Engancha la situación de plantarse ahí y escuchar reír al público?

– Claro. ¡Cómo no va a enganchar! Pero nunca me he desmoronado porque un chiste no lograra agitar la platea. Siempre he buscado más la sonrisa que la carcajada. Yo estoy ahí para entretener, para llevar a los espectadores hasta un lugar en el que se lo pasen bien. Es bonito trabajar esa estructura. O presentar en alguna ciudad una obra ya probada y anticipar cuándo van a venir las risas. Aunque recuerdo las primeras giras junto a cómicos que apostaban sobre quién tardaría menos en arrancar el primer aplauso. Yo sentía que el humor no trataba sobre eso.

– Cuando se dio a la comedia, sola y sobre las tablas, los monólogos no convocaban a multitudes.

–Sí, pero coincidieron algunas cosas. Por toda España aparecieron leyes que limitaban el ruido en los locales de ocio, así que donde antes había música en directo, empezaron a contratar cómicos. Hacíamos menos ruido y éramos más baratos. Costaba salir allí, aún anónima, y ganarse a los espectadores. Cuando mejor viene la fama es al pisar el escenario: si el público nos conoce, la mitad del trabajo está hecho.

– Al ir creciendo, le tocó cambiar su propio texto por el guion de terceros. ¿Cómo fue dar ese paso?

– Siempre pensé que no sería atractivo hacerme con las palabras de otro. Pero me equivoqué. Resulta sencillo si hay confianza con los guionistas. Cuando presenté los Goya me llevé a mi propio equipo. Eso es fundamental. Ahorramos tiempo en los protocolos, en los cuidados, en los miedos a que alguien se tome mal algún tachón. Como vimos, ya de aquellas afloraban los movimientos de ofendidos. Pero creo que hoy, si nos tocara escribir ese discurso de nuevo, habríamos llegado aún más lejos que entonces.

– Los límites del humor, que dicen.

– Siempre que hago comedia trato de no hacer daño a nadie. Cuando empecé, muchas mujeres me pedían desde el público que me metiera con los hombres, pero no le veía sentido a quitarme de un plumazo a la mitad de la platea. No debemos coartarnos a nosotros mismos, pero me gusta distinguir entre el humor y el mal gusto. A mí también me ocurre: muchos cómicos no me hacen gracia. Sobre todo, los que parten del odio y del rencor. Es muy sencillo: si no me gusta un artista, elijo otro. Y punto.

– Quien la eligió fue José Luis Cuerda. Y para uno de sus largometrajes más esperados: Tiempo después.

– Sí. Aunque fuera para algo breve. Cuando me lo ofreció, Cuerda estaba amedrentado. Creía que me daba algo muy pequeño. ¡Y yo encantada de la vida! Aún hoy siento que en los rodajes se hace magia. Los técnicos, la producción, el departamento de arte. Es algo precioso, como un milagro. Por eso acepto cuando me ofrecen cualquier cosa en cine. Me encanta no solo actuar, sino ser parte de algo tan grande. Eso sí, no sé por qué, siento que los directores no cuentan conmigo.

– ¿Ha añorado la ficción en estos años como presentadora?

– Pese a que en trabajos más pegados a la realidad pueda parecer mandona, si actúo, quiero que me dirijan. Todos alabamos el trabajo de Meryl Streep. Y sin embargo, cuando interpreta, sigo viéndola a ella. Yo sueño con lo contrario: perderme por completo en el disfraz. Que no me reconozca nadie. Quiero que mi trabajo en la ficción sea una plena falta de respeto a toda esa experiencia anterior de la pequeña pantalla, más cómoda por conocida. Guardo un recuerdo buenísimo de cómo me dirigió Cesc Gay, me hizo tirarme al barro.

– Le gustó, entonces, volver al teatro.

– Es una maravilla. Ensayar, levantar un personaje de la nada… Todo eso es increíble. Lo que viene después, lo reconozco, me abruma un poco. Tengo un hijo pequeño con el que me encanta estar y me apena pasar los fines de semana fuera. ¡Ojalá le pudiera llevar conmigo! Que desde siempre, los niños han viajado por el mundo con sus padres artistas y no se ha muerto nadie. Si mi hijo me acompaña de gira por México, ¿aprenderá sobre la vida más o menos que si pasara ese tiempo en el colegio? Si recortan las vacaciones de los niños, ¿no es, acaso, para acercarlas así a las semanas de descanso de los padres? La conciliación es muy complicada porque estamos en un momento casi esclavista.

– Fue precisamente un monólogo sobre la vida laboral el que le dio la victoria en El Club de la Comedia. ¿Es el aplauso lo que dignifica el trabajo?

– Deberíamos aplaudir a la enfermera que nos quita el tapón de la

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oreja en el centro de atención primaria. O bajar a la calle a felicitar al panadero si estamos comiendo y el pan le ha salido más rico de la cuenta. Ojalá lo hiciéramos, pero no: lo que dignifica el trabajo no es el aplauso, sino el dinero. Mi vida cambió cuando dejé de hacer cuentas.

 

Fuente: AISGE

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