Había algo profético en la obra de Lupe Gehrenbeck. La dramaturga venezolana que en el 2006 estrenó Gregor McGregor. Rey de los mosquitos, partiendo de una inquietud personal en París. En sus propias palabras, “hablar de lo que había sido mi experiencia en Europa y de lo que entendía podía ser la experiencia de un europeo en América… elegí a un personaje que me brindaba la oportunidad de hablar sobre este asunto que me llamaba”.
Más de una década después la pieza se ha estrenado en Madrid con una lectura dramatizada, ante un auditorio repleto de personas que hoy, después de un fenómeno migratorio sin precedentes en Venezuela y América, comparten o han experimentado esas mismas inquietudes.
Como si la sensibilidad de la autora pudiese prever lo que sucedería, escribió esta pieza que para el espectador es rica en reflexiones sobre un encuentro entre culturas que nos definen; sin emitir juicios sobre la diversidad de identidades mezcladas que hicieron posible el presente de ambos continentes, apelando a sentimientos o afectos que los reconcilien.
A partir del testimonio de dos mujeres y un monólogo del militar que protagoniza la historia, el escocés Gregor Macgregor, la autora presenta una historia ficcionada de este personaje que murió en Venezuela como auténtico héroe de independencia, mientras que en Europa era recordado como uno de los mayores estafadores de la historia.
Para algunos, alguien que se aprovechó del idealizado Nuevo Mundo que los Europeos concebían al engañar a banqueros, colonos y empresarios británicos; para otros, un hombre culto y digno europeo, soñador enamorado del potencial de una América libre.
Es cierto que este hombre se dio a conocer ante los británicos como Cacique de una colonia rica en recursos, necesitada de inversores para convertirse en el más próspero enclave de las rutas comerciales con el Caribe. Incluso vendió propiedades y bonos de deuda de este territorio inventado (el “reino de Poyais”).
También es verdad que sí era propietario de unas tierras en América, pero se trataba de una ciénaga de tupida vegetación tropical (la playa de los mosquitos) no apta para cultivo, insalubre e inhóspita para europeos y nativos, a la que los nuevos Colonos llegaron engañados, en muchos casos a morir.
Sin pronunciarse sobre la culpabilidad o inocencia del personaje, Gehrenbeck trató de rescatar lo que en sus palabras es una “dualidad de percepciones enfrentadas y llena de errores”. La de Europeos abrazados a prejuicios sobre el continente americano y otra de los americanos que hacían lo propio con el continente europeo.
Escrita sin la verdad en la mano, “yo no soy quién para emitir los juicios que el espectador deba llevarse a casa”, pero llena de guiños a la afectividad y complicidad implícita en una historia contada principalmente con voces femeninas.
En conversación con Lupe Gehrenbeck, afirma cierta nostalgia por la reconciliación, la posibilidad de asumir que tenemos rasgos que no necesariamente son excluyentes, de procurar reflexiones que den cabida a una diversidad a veces ignorada en la construcción de nuestro pasado en común.
Queda claro que Gehrenbeck asumió el reto de conectar con este personaje insólito para encontrar las acciones que darían lugar a la obra. Un texto que sin duda esperaría ver puesto en escena en algún teatro de Madrid, porque da qué pensar y está hecho para “que sea cada quién con sus herramientas los que puedan construir un discurso”.