Me he encontrado en los últimos meses con muchos emprendimientos, muchas ganas y muchas ideas. Gente con proyectos, unos mejores que otros. Cierto. Pero también con depresión, vacíos, sensación de dejadez y demás demonios. De aquellos que nos aquejan a los artistas constantemente, pero que se han engrandecido con la llegada de la pandemia contemporánea. Esta vez, ese demonio se pasea como pez en el agua, mientras nos reorganizamos la vida y la existencia para que nuestro arte sobreviva al declive económico, a la censura impuesta y autoimpuesta, a la apatía generalizada, a los altos precios de los alquileres y al desvarío en masa.
Si bien es cierto que, en este espacio hemos conversado sobre la dúctil capacidad del artista de moldearse y transformarse ante las desavenencias, también es real que hay un gran grupo de personas que trabajan por la cultura que han echado todos sus proyectos por la borda en razón –y con la excusa– de la pandemia. O los han cancelado por completo, o se han negado a modificar sus experiencias hacia la virtualidad (por ejemplo) o han caído en lo cutre, lo fácil o lo falaz. Es decir, lo contrario a la cultura.
No se puede hacer un espectáculo de teatro online y pretender cobrar 20 euros por una obra que se ha grabado previamente sin ningún tipo de objetivo audiovisual, es decir, tomando las grabaciones que hacen las compañías para ferias y programaciones y publicándolas en un website como si fuera algo nuevo. No se puede hacer un festival de cine en el que se dé prioridad en la organización a un grupo minoritario de amiguetes y allegados bajo el falso manto de un evento internacional.
Las paredes del 2020 se estrechan y sacan a relucir lo peor de aquellos que dicen ser gestores culturales y venden chatarra al público.
A veces no por querer, sino porque sienten que los recursos no les dan para más. Y eso también es un engaño.
Recursos hay, por supuesto. Y lo más importante es que haya ganas. Dar al espectador un contenido de calidad, una cálida bienvenida a una sala virtual, una promoción del espectáculo de manera profesional y un precio ajustado a lo que se ofrece, son algunos ejemplos de respeto al oficio.
Lo feo
He visto, estos últimos meses, cómo se socaban las ayudas a los gestores culturales, aún y cuando esos presupuestos están estancados en los ayuntamientos y alcaldías; cómo productores echan a sus empleados y destruyen sus equipos de trabajo en medio de proyectos; cómo fueron trending topic hashtags como #culturasegura #apagóncultural y #teatroseguro, pero los mismos artistas que pedían dignificar el sector se peleaban desde perspectivas meramente políticas por la adquisición de espacios que, en realidad, son para todos.
Algunos olvidan que la cultura nace de la relación con el otro y de la creación de una comunidad con valores colectivos. De que, en la confluencia de lo parecido, hacemos cultura y hacemos arte.
De desarrollar espacios de expresión y encuentro que eleven el alma y nos lleven, como ciudadanos, a tomar mejores decisiones.
Por el contrario, he visto a muchas personas aprovecharse de la situación. Solo en el último mes, he sido testigo –en primera persona– de cómo todo un equipo de comunicaciones fue expulsado de un programa cultural de verano y de un festival de cine en Castilla-La Mancha. Sin explicaciones y con los eventos en marcha a medio camino. En ambos casos, primó la mezquindad por encima de la cultura, el arte y el compromiso, después de meses de esfuerzo.
Lo raro
He visto proyectos renacer y caer. A artistas echarse tierra a sí mismos. A artistas debatir sobre si es mejor la tecnología y su negocio, frente a la creatividad y la esencia de vida del teatro que implica la presencialidad. Y hay quienes fustigan a aquellos que emprenden proyectos virtuales o reclaman lo que ha significado mucho tiempo de trabajo duro.
No todos estamos frente a las mismas posibilidades. En América Latina hay países que no han podido salir del confinamiento y siguen luchando desde la virtualidad. En Europa, por el contrario, aunque no hay confinamiento como tal sino restricciones a la movilidad, muchos teatros han cerrado y compañías han paralizado sus actividades hasta nuevo aviso. Incluso, el Teatro Real sufrió las nuevas peticiones del público –y el gobierno– cuando tuvieron que cancelar una función por los reclamos de los asistentes a la ópera que inauguraba esta temporada, tras meses de cierre.
Lo raro es que nos estemos dañando a nosotros mismos, en vez de apoyar a los nuestros y formular alianzas que promuevan los proyectos creados bajo los paradigmas del contexto actual.
Lo raro es que el gremio se baje la autoestima y se autoestimule con el dolor de nuestro propio oficio.
La situación se ha convertido en la guerra de los no lugares. De una cultura volátil capaz de ser succionada por sus propios creadores, en nombre de un virus. De los gestores culturales con piel de dictadores, cuya soberbia puede más que el arte con el que se escudan.
Es la tiranía ganándole a la vida. Lo peor es que se escudan en las consecuencias de la pandemia para excusar el quiebre de lo cultural, que han forzado –y vienen forzando desde hace años–.
Esto no es un manifiesto terrorífico, ni estas líneas pretenden ser panfletarias. Es solo la exposición de una preocupación latente se han convertido en nuestro verbo diario. El pan década día, pues. No dejamos de hablar de la pandemia, pero no de lo pandémico que se está volviendo quejarse y no hacer, hablar mal de lo que otros están haciendo bien. Qué abrumador.
Nota final:
La segunda foto de esta nota es una escena de El desguace de las musas de la compañía andaluza La Zaranda, que expone con fiereza la “alegoría de una cultura apuntalada, que espera su desplome, situada en un antro lúgubre infestado por las ratas que asoman a nuestros trabajos, dónde un núcleo de artistas aislados y contracorriente resisten, agotados, entre la resignación y el encono, sin ningún heroísmo, más bien a merced de una época que renuncia a lo poético”.
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