El escenario, rodeado por un cuadrado de telas semitraslúcidas, se transforma en una sala de juegos en la que nuestra visión se desvanece para hacerse parte de las palabras fantasiosas de Susanita, una niña enérgica, divertida y creativa que inicia la obra leyendo un cuento. En la misma sala está Carlitos, un chico callado que parece estar en muchos sitios diferentes, a la vez en ninguno. Parece que algo les ocurre, pero lo que parece rápidamente se va transformando.
Escribir de ‘Lo de los tontos’, parece un poco inadecuado, porque lo que sucede sobre el escenario es algo tan íntimo, emocionante y puro como acercarse al juego desde dentro. Esta obra es eso: ver jugar. Jugar para combatir la herida, jugar para que crecer sea posibilidad y no obligación, jugar para crear algo diferente y con ello serlo. Ser otras vidas, todas juntas, todas a la vez, agitadas y burbujeantes en dos cuerpos que no tienen suficiente cabida dentro de una sociedad a la que no le quedan muchas ganas de escuchar. Pero también es reír, reír muchísimo y disfrutar.
Sin caer en etiquetas ni prejuicios hacia los personajes, la mirada que recorre la dramaturgia tiene la perspicacia y la inocencia de la niñez. Mirar sabiendo; hablar intuyendo; jugar creyendo.
Entre la deducción de lo que se desconoce y la ilusión de lo conocido, el texto se alza brillante en su hilarante y aguda escritura, pero sobretodo, tal vez lo más impresionante, brillante en su humanidad. No se presenta como un artefacto, sino como una vivencia que el espectador palpa. El enorme trabajo de Diego Baselga, dramaturgo de la obra, nos involucra directamente, pues deja en las butacas la misión de rellenar los huecos que quedan en la historia. La imaginación, la tuya, la suya, la que se extraña a veces en el día a día, forman parte de la construcción del mundo tan personal que personal que se representa. Porque tal y como dice Susanita en la obra “a uno siempre le gusta que se le ocurran ideas”.
“Lo de los tontos” no necesita más sinopsis que la que tiene, porque no es una obra, sino una experiencia que merece ser vivida. Porque es una de esas obras que te hace salir de la sala con ganas de bailar, de hablar y de crear, y no creo que haga falta saber más.
Hasta el 29 de abril en El Umbral de la Primavera, en Madrid.