La gente. El hervidero de espectadores ansiosos por descubrir una salida. O, al menos, una pausa a la zozobra. Una mujer mayor deja una estela de fragancia dulce a su paso y habla de “los tiempos de antes, tiempos mejores”. Una pareja joven medita sobre la posibilidad de tomarse un trago, y se detiene a evaluar los precios de las bebidas en el Café Chacao. Una dama de edad madura pasa entre la muchedumbre despertando pasiones con un enterizo dorado, y logra interrumpir con su escote pronunciado la conversación de un grupo de amigos sobre “el susto que pasaron la otra noche”.
Todos han venido al Centro Cultural Chacao a repasar la vida de una mujer criada entre prostitutas, que defendió a los artistas judíos perseguidos por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, que se sumergió en vicios y se levantó una y otra vez entre tanta tragedia. Es noche de Piaf, voz y deliro.
Bajo los pies de los asistentes, en los sótanos del complejo, la cantante y actriz Mariaca Semprún se prepara para la función. A 30 minutos para la cita con Édith Piaf, cuando se esperaría mayor nerviosismo, la calma se apodera de la protagonista. Incluso hay tiempo para una historia de Instagram con el maquillista, Gustavo Santos.
La productora general, Claudia Salazar, toca a la puerta del camerino 1.
―¿Mariaca?
―¡Ya te abro!
Se asoma un personaje a medio transformar. El rostro secuestrado por el dramatismo del maquillaje y la cháchara alegre que reina en la habitación son como dos piezas de rompecabezas diferentes: no encajan. La Miss Venezuela 2002, Mariangel Ruiz ―productora ejecutiva del espectáculo― se encuentra con la “Môme Piaf” venezolana y la breve reunión desencadena cuentos, chismes, risas. Sin quererlo, la escena escala la cima de la contradicción: una de las mujeres más bellas del mundo cara a cara con una mujer que decidió afearse, obsesionada con la idea de interpretar a la cantante francesa.
Santos, quien acompañó a Mariaca en otras producciones como Vivo, el musical, transformó los ojos grandes de la intérprete en dos óvalos tristes, y la calidez de su piel mutó para adaptarse a la coraza gala que el papel exige. Édith Piaf está en proceso de emerger, sólo falta poner los pies en el escenario.
Se advierte al equipo que restan 15 minutos para dar sala. En otras palabras, inicia el ritual para la función. Los espectadores se reparten entre las butacas, mientras en la cara oscura de la luna, tras el telón negro e imponente, se congregan en un círculo actores, asistentes, músicos, técnicos y productores.
―¡Miren! ¡Llegó Nené!, advierte Mariaca.
Caminando suavecito, como si llevara el compás del murmullo del público, se incorpora al grupo la figura morena de Carlos “Nené” Quintero, sabiduría de la multipercusión coronada por un afro de retoños blancos. A la banda se unen el contrabajista Carlos Rodríguez, el maestro compositor Federico Ruiz, esta vez en el acordeón; Eric Chacón en la flauta y el saxo soprano, el violinista Eddie Cordero, el trompetista Chipi Chacón y el pianista Hildemaro Álvarez.
Están todos y el círculo se cierra. En el medio, los nervios se juntan y como una substancia opiácea hace al equipo reír. Antes de que la historia de Piaf, voz y delirio traslade a los asistentes al drama de una mujer que le cantaba al amor ―devoción no correspondida―, el tiempo se enconcha en una sola risa, en un vacilón. ¿Será un rastro de esperanza?
“Estoy muy agradecido con todos desde el primer día. No tengo palabras. Esto es una prueba de que podemos seguir haciendo cosas como esta entre tanto desastre”, dice Paul Márquez, uno de los tres asistentes de escena e intérprete de los personajes masculinos de la obra, a quien le ha tocado ofrecer las palabras pre-función en la tradicional circunferencia de artistas.
Tomados de las manos, todos agitan sus brazos cual lavadora en ciclo permanente. Al silencio viene la inyección de adrenalina, la descarga y, ya que ningún ritual de teatro está completo sin el deseo escatológico correspondiente, gritan a lo Piaf: “¡Merde!”.
Están listos.
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Primero lo primero. Así que el acto uno de Piaf, voz y delirio está dedicado al amor primigenio del “Gorrión de Francia”: el arte. Después de Les amants du jour, Piaf, en la voz de Mariaca, evoca al espíritu del teatro.
“Hay tanto asunto humano en la soledad de un teatro (…) Hay que rendirle devoción porque en él reina la belleza”, afirma.
Proclama la sensibilidad como salvación, mientras camina cual ave aporreada. Se revela ante el público adicta a la morfina, débil, enferma, pero inquebrantable. Allí sigue su deseo de seguir en el escenario. “¡Yo necesito cantar!”.
Tras bastidores “Nené” Quintero reporta fallas en su intercomunicador y uno de los asistentes del equipo tropieza la utilería y deja caer las copas llenas de agua preparadas para la próxima escena ―se siente la mirada inquieta del director técnico, Julio Gómez, del lado derecho del proscenio―. El maquillista también sufre un poco al ver que la melena postiza de Mariaca está más despeinada de lo debido. La actriz canta Sous le ciel de Paris, y en la esquina izquierda del teatro el equipo trabaja de inmediato para restaurar el orden. Bajo el cielo que se inventa el teatro el tiempo es otro, y quienes participan de la obra son parte de esta bipolaridad temporal.
La asistente Sthefany Marquina se engalana con una chalequito blanco y sale a las tablas a representar, en silencio, a una joven que cuida de Piaf en sus últimos años de dolencias y sufrimiento. Luego, fuera de la mirada de los espectadores, retorna al vestuario enteramente negro y se oculta tras uno de los cubos que engrana la escenografía ― el decorado de cada lado determina el contexto: habitación, cabaret y camerino― para moverlo junto con sus compañeros según indica la pauta de la pieza.
Los cubos giran como si la realidad fuera sueño, como si el torbellino de la suerte tomara a Piaf y la arrastrara consigo. En el ojo del huracán, la cantante que hasta ahora actuaba en las calles, como lo hacía su madre, se transforma y sale vencedora. “¡Ya no me importa ni el frío, ni el invierno, ni el calor! Porque cantaré bajo un techo. ¡Porque soy importante!”, exclama.
Entonces, la muerte comienza la persecución, una caza que incluirá a su hija de dos años y terminará por sacudir su alma con el fallecimiento de uno de sus amantes más febriles, el boxeador de origen argelino Marcel Cerdan. Pero antes se lleva a Louis Leplée, dueño del cabaré en el cual se presentaba. “¡Él era mi salvador, era mi amigo!”.
Y llega la guerra.
Canta La foule.
Refiriéndose a L’Accordéoniste, compuesta por el músico Michel Emer, Piaf se pronuncia contra la censura. “¿Pueden creer que está prohibida en la radio porque su compositor es judío?”. A la voz de Francia la llaman “colaboracionista” y no niega que su mejor arma la lleva en la garganta. Evoca a su boxeador venerado y afirma que le canta al amor. ¿Qué puede ser más potente? Con el deseo, y con ayuda de la morfina, se mantuvo en pie para ofrecer sus últimos conciertos en el Olympia de París, donde interpretó Non, je ne regrette rien.
El escritor de la pieza, Leonardo Padrón, con ayuda del director Miguel Issa, incluye así un recordatorio. Deja que sea el personaje el que hable. Apunta porqué ella está allí, y, sobre todo, porqué Mariaca Semprún está allí. “La Môme Piaf” declara:
“Cantar es una forma de resistencia (…) Yo proclamo la belleza cuando todos matan”.
[…] aún no ha anunciado sus estrenos. Entre los montajes que repiten están Monólogos de la vagina, el musical Piaf. Voz y delirio y A todo volumen. Asimismo, ofrecerá sus tradicionales temporadas de zarzuela y de ópera. En […]