José Sanchis Sinisterra, uno de los dramaturgos más importantes de la España de las últimas décadas con obras como ¡Ay, Carmela!, El cerco de Leningrado o Terror y miseria en el primer franquismo, regresa al teatro que fundó en 1989: la Sala Beckett barcelonesa. Estuvo allí con su Teatro Fronterizo hasta 1997 y luego Sanchis (València, 1940) se marchó a Madrid, donde, incansable, hace unos años abrió La Corsetería, sede de su Nuevo Teatro Fronterizo. Allí sigue investigando, escribiendo y enseñando el oficio a las nuevas generaciones.
La Beckett que él fundó ha seguido su camino y hoy es justamente la casa de los autores teatrales barceloneses. Allí se presentó anoche –hasta el domingo– la nueva obra de Sanchis, El lugar donde rezan las putas o Que lo dicho sea, en la que dos jóvenes actores ensayan en un viejo lugar una obra protagonizada por personajes arrasados por la historia: dudan entre la filósofa Hipatia de Alejandría, asesinada por fanáticos cristianos, o Artur y Lise London, que representaron la utopía comunista y fueron atropellados por el nazismo y el estalinismo. Una obra con muchas más voces olvidadas en la que Sanchis se pregunta qué teatro crear para un tiempo de rabia.
-¿Por qué siente rabia usted?
-Hay mucho malestar, mucho disgusto, mucha insatisfacción. Parece que las utopías y las alternativas optimistas y los posibles cambios significativos van quedándose en la cuneta y hay olas de desilusión. Sin ir más lejos, pareció que el 15-M o la llegada de Obama iban realmente a producir cambios. El mundo en general está engendrando conatos de cambio, de esperanza, pero en definitiva siempre tenemos ahí ese sistema económico, político y social que se está apoderando de todo, de las mentes, de los cuerpos y del planeta. Motivos para estar cabreados los hay. Lo que pasa es que la rabia, a no ser que se convierta en revolucionaria, lo que no parece posible, más bien produce úlcera. Y a través de la palabra, del arte, de la cultura, tenemos la obligación de dar salida a esa rabia para que no se convierta en algo que afecte ya no sólo a la relación del individuo consigo mismo sino entre los individuos y las colectividades. Estoy convencido de que gran parte de los enfrentamientos tienen que ver con rabia y frustraciones acumuladas que necesitan encontrar un enemigo, un causante, un oponente, y eso genera malestar y choque. El arte puede servir para, a través de la imaginación, por lo menos seguir alimentando alternativas y no dejar que se apague el fuego de la utopía, del cambio, de la humanización de la vida. ¡Pero no quiero predicar!
-En este mundo de rabia hiperconectado e hiperinformado, ¿cuál es la función del teatro, cuál es el lugar que le queda, que le hace único?
-El hecho de que sea uno de los pocos espacios donde la gente tiene que reunirse, estar en compañía, salir de casa, de sí mismos, de las pantallas y frotarse con otros cuerpos donde otros seres humanos reales, también con su cuerpo y su sudor, están haciendo algo para ellos aquí y ahora. Es un tópico, pero nunca me entra el temor de que el teatro vaya a extinguirse. Va a seguir siendo una necesidad cada vez más radical, de la raíz de lo humano. Igual me equivoco y dentro de un tiempo estamos todos robots con sexo y comunicación virtual, pero a la especie humana aún le queda tiempo para encontrar espacios de reunión donde el pensamiento, la imaginación, la cultura y los sentimientos puedan compartirse. No tengo móvil, soy el último de Filipinas, y no lo tengo por voluntad, ideología, y quizá sea injusto, pero veo a mi alrededor que la gente está cada vez menos donde está, cada vez está menos con quien está físicamente. Antropológicamente el ser humano necesita congregarse, y el teatro es eso.
-Quiere decir un acto político, la polis, reunirse en el ágora.
-Lo más parecido es el ágora, la plaza pública, cuando parecía hace unos años que las plazas iban a convertirse en ágoras. Yo reaccioné cuando asistí a la Puerta del Sol a las reuniones del 15-M, me pareció un movimiento muy estimulante y que debía haber teatro en ese contexto donde la gente se congrega para ver lo que hay, lo que debería haber. Y monté en La Corsetería un taller sobre teatro en la plaza, qué teatro debería haber allí en el siglo XXI. Ahora vamos a ver con los pensionistas. Igual monto algo para que, en vez de sólo vociferar en las manifestaciones, dramaticen sus conflictos, hagan una especie de sociodrama. Llevar el teatro donde la gente se congrega con un objetivo común.
-¿Hay una vuelta del teatro político?
-Hay un retorno. No tiene nada que ver con lo que hacíamos durante el franquismo ni con el teatro militante que se ha hecho mucho en América Latina, muy respetable. Pero sí, el teatro está dando forma al malestar, a la indignación.
-¿Cuál es el lugar donde rezan las putas de su nueva obra?
-Es un viejo galpón del tío de la actriz, de Patri, que se lo cede para que monten y representen una obra, y lo que saquen, para ellos. Pero da la circunstancia de que está en un barrio de mala nota y que a menudo las chicas se meten allí, a Patri le parece que para rezar. A partir de ahí se apunta un extraño paralelismo entre que las putas vengan a rezar y que se haga teatro allí. Porque el teatro es para mí como una oración, una plegaria laica. El título de la obra me cautivó. Se me ocurrió por la calle. No iba a ser para esta pieza. Llevo siempre un cuadernito y se me ocurren frases, títulos, y los apunto. Por ejemplo, “heridas que contienen cuerpos extraños”. ¿A que está muy bien? Es de un manual de primeros auxilios. Escribiré alguna obra que se llame así. El lugar donde rezan las putas supongo que tiene que ver con el lugar por donde bajo del autobús para ir a La Corsetería. Es una zona donde hay mujeres muy mayores para clientes muy mayores, la plaza Benavente. Me dan una pena… las ves ahí sentadas y algunas parece que están rezando.
-En la obra sus protagonistas quieren dar vida a arrasados por la historia. ¿Por qué siempre el interés por los marginados?
-Soy hijo de vencido, padre republicano, no tenía un gran compromiso político, pero estuvo en la cárcel después de la guerra. Yo viví una sociedad de vencedores, que fue el franquismo, vencedores vengativos. No fue un periodo de paz sino de venganza hasta el último momento, y ya ve lo que pasa con las fosas comunes. También es verdad que de la historia me han interesado siempre esas tentativas de cambio. Espartaco en Roma, la liga espartaquista de Rosa Luxemburg, a la que hay un homenaje secreto en la obra, junto a Walter Benjamin. Los vencedores no me interesan nada, ya tienen sus hagiógrafos, me interesa mucho más el perdedor, cómo lleva en la vida esa derrota. Samuel Beckett por otra parte decía, y lo llevo como máxima, que ser artista es fracasar como nadie osó nunca fracasar, y hacer del fracaso la ocasión de una nueva oportunidad. Con ese lema ya entiende que los personajes derrotados me estimulen más que los otros.
-Por cierto, ¿cómo ha recibido el premio Max de Honor?
-Parece un modo de invitarme amablemente al retiro, a algún mausoleo (ríe), pero no puedo negar que tiene que ver con la resistencia, con haber estado dando la machaca tantos años y con mi trabajo de apoyo a los nuevos y nuevas autoras. Cuando empecé a dar clases en la Beckett recuerdo que otro autor me dijo: tú eres gilipollas, te estás creando competidores. Al contrario, cuantos más seamos y mejor escribamos, más nos vamos a beneficiar todos. Había quien pensaba que había que guardarse las recetas para sí mismo para que otros no avanzaran.
-¿Busca hoy lo mismo en el teatro que entonces?
-Ahora aparece el libro El texto insumiso (Ñaque Editora) y al prepararlo me di cuenta de que en la época de la Beckett estaba más obsesionado por la cuestión de la experimentación formal, de la investigación a nivel de la forma, de la técnica, de la estética del texto. El teatro de texto estaba entonces muy desprestigiado, era anacrónico, y yo estaba interesado en quitarme de encima los corsés del texto bien hecho. Mientras que en la última época, desde que abrí La Corsetería, me preocupa más ampliar el campo temático del teatro. Se concentra demasiado en temas de pareja, sentimentales, de familia, una problemática más bien pequeñoburguesa, y no tengo nada contra la pequeña burguesía, pero los horizontes temáticos son restringidos cuando a nuestro alrededor, a nuestro lado, hay realidades sociales que nunca aparecen en el teatro: los refugiados, los emigrantes, muchas dimensiones de la mujer, de lo femenino, son invisibles, como la devastación del ecosistema, la memoria histórica, los colectivos en riesgo de exclusión…