El teatro, en cualquiera de sus formas, se caracteriza por relatar el devenir de hombres y mujeres, de discutir sobre la vida, la muerte, las relaciones amorosas y sus quiebres. Igualmente sobre los vínculos políticos e incluso de las fantasías más profundas y perversas del ser humano. Pensar en teatro es hurgar la herida y abrirla, a veces, sin muchas intenciones de sanarla.
Es alegrarse de existir y evaporarse en la inmensidad de unas líneas que, desde finales del siglo XX, han encontrado en la música una manera de intensificar sus emociones.
Entonces, si la música tiene la facultad de profundizar cada uno de los sentimientos de los personajes en escena, la sorpresa no tiene espacio entre estos párrafos cuando se busca destacar que es en el teatro musical –y también la “comedia musical” – donde las emociones, como si tuvieran una especie de vida propia, se adueñan de cada pieza representada hasta registrarse como parte del código genético del público y llegar a la memoria de cada espectador como el más fiel de los recuerdos.
Si no fuera por el legado de aquellos míticos pasos de baile de Gene Kelly junto con Judy Garland en The Pirate; las tan recordadas zapatillas de rubí de Dorothy en El Mago de Oz; los apasionados abrazos entre Olivia Newton-John y a John Travolta en Vaselina; las alocadas hazañas de una joven Barbra Streisand para conquistar sus sueños en Funny Girl y los posteriores esfuerzos que la productora The Walt Disney Pictures hizo durante la década de 1990 para que el género no muriera, por lo que cintas animadas como Aladdín vieron luz, hoy, quizá piezas teatrales que se han vuelto clásicas como Wicked o The Lion King fueran un par más de la larga lista de opciones escénicas para pasar la velada.
El teatro musical, así como las diferentes ramificaciones del cine, también cumplió varias funciones en la historia de las artes escénicas de la edad moderna. Entretener es una de ellas. De igual forma divertir en tiempos de guerra. Hallar la manera poética de extraer al asistente de la cruda realidad que lo corrompe para inmiscuirlo en ese mundo de fantasía del que a nadie le gustaría salir.
Sin embargo, el mayor logro por el que quizá sigue vigente en las tablas un estilo que cuenta sus historias a través de pegajosas canciones es quizá también la mayor herencia que dejó entre líneas – literalmente entre líneas- una audaz Liza Minelli en Cabaret o incluso hasta esa joven Julie Andrews que se paseaba por las colinas de Salzburgo en La Novicia Rebelde. Es un teatro que denuncia.
Rechazar el despotismo y premiar la paz
Más allá de los llamativos disfraces y los costosos boletos que sirven de antesala a shows cargados de pirotecnia, luces y hasta brujas verdes volando por encima del escenario, el teatro musical sigue siendo importante para la cultura pues actúa como una indiscutible critica a la sociedad; rechaza el despotismo y premia la paz como el principal motor de las acciones humanas.
“El teatro musical, especialmente la poética del cabaret de Brecht-Weill, son fundamentales (…) para narrar la deshumanización, la guerra y la perseverante distancia para contar el horror, atravesarlo y liberarnos”, describe Claudia Quiroga actriz, docente, directora y activista social porteña.
Para muestra, espectáculos actuales como Anastasia regresan para convertirse en éxitos de taquilla. En este caso, la obra es revisitada a partir del clásico animado infantil con el mismo título, de la casa 20th Century Fox, que toma la leyenda de la princesa rusa, la reinterpreta y la convierte en una historia cargada de ideales comunistas y represiones militares. En la realidad, su familia, tanto Anastasia como sus cuatro hermanos, su madre y su padre el zar Nicolás II, murieron asesinados por los bolcheviques durante la revolución que llevó a Vladímir Lenin al poder.
Aquí, la aristócrata Romanov vuelve a la vida para contarle al mundo contemporáneo las vicisitudes de vivir bajo un régimen dictador.
Si hiciera falta un nuevo ejemplo para el más escéptico lector, no hace falta mirar una guía turística de la ciudad de Manhattan y apreciar la oferta teatral de los últimos diez años: la historia de Evita saltaría a la vista. El cuento (pero no de hadas) hecho canción de la ex primera dama de Argentina que protegía a sus eternos descamisados y que el compositor británico Andrew Lloyd Webber inmortalizó en el teatro fue rápidamente un éxito en Broadway treinta años después de su primer estreno.
Por supuesto, la ayuda del cantante Ricky Martin en uno de los roles protagónicos le dio el impulso que necesitó en 2012 para volver a las tablas. In The Heights, el relato de la comunidad pobre de Washington Heights de Nueva York reivindicó (al menos de manera ficcional) a aquellos que permanecen marginados, mientras los cuentos de princesas siguen reinando en la taquilla escénica norteamericana.
En esta línea de la actualidad latinoamericana, el colectivo teatral mexicano Las Reinas Chulas, se inspiran en el modelo de cabaret y utilizan la sátira, la farsa y la música para hacer crítica social desde el humor, logrando con su trabajo una manera de disidencia y reflexión sobre la construcción de una cultura de respeto a los derechos de las mujeres.
“El teatro es un refugio desde siempre, para quienes creemos que poetizar la vida transforma a quienes lo hacemos posible y al público. El teatro es abrigo y es una acción política, ya que reivindica los ideales de los sectores oprimidos”, afirma Quiroga.
Este género actualmente sigue formando parte de esta verdad, cantada, acerca de quienes aún siguen silenciados. Si no, que lo compruebe la Malvada Bruja del Oeste, que noche tras noche, bajo la luz de los diferentes montajes del mundo, pretende hacer su voz por encima de aquellos que insisten en criticar su fealdad.