Las misas en las iglesias suelen ser a las seis de la tarde. La de los domingos a esa hora suele ser la más concurrida. Digamos que se peta (se llena) de gente rezando y cantando. Es un rito que tiene un día especial, el día del señor. Pero, sí es verdad que los que no tienen tiempo para asistir a esa función dominical pueden asistir a la hora que deseen, en un horario predeterminado, a rezar porque la iglesia se mantiene a puertas abiertas, con su confesionario y su cura a disposición. Ahora bien, ¿por qué los espacios de culto para los teatreros no están funcionando de la misma forma? ¿Es acaso el teatro que se hace en la actualidad un capricho privado y no un servicio abierto a disposición del público? ¿No son esos centros culturales los espacios de dispersión teologales para los artistas? Y no me refiero a la sala en sí, sino a todo lo que representa, como la taquilla.
Me he topado, especialmente en el último año, con salas que no abren sus puertas y que afirman que no tienen taquilla porque “nadie viene”. Son espacios de la desolación. Como espectadora he asistido a salas, en horario laboral, y debo tocar varias veces para ver si hay alguien y, si es así, si deciden venderme una entrada. Mientras que como productora, me han informado de que “ya no tienen taquilla” porque “¿para qué si todo se compra online”?
Pues resulta que, entonces, el público de teatro no existe. O, para no ser tan inquisidora, es mínimo y siempre es el mismo. No hay relevo, ni nuevas captaciones. De hecho, ese público de teatro que asiste consecuentemente suele tener unas características específicas. Por ejemplo, en España el público común es aquel que tiene entre 55 y 80 años; mientras que hay otro pequeño segmente menor de 24, que suelen ser estudiantes de grado. En América Latina, en países como Venezuela o Colombia, ese público tiende más al adulto contemporáneo.
Bajo esta circunstancia, parece que algunos gestores han decidido usar estos sitios como salas privadas donde no se puede abrir por temor a que no llegue nadie, por no saber cómo enfrentar el trauma de la carencia de públicos, así como también por la desdicha de no tener la capacidad de pagar la luz a final de mes.
Esto último toca también en un problema grave, y que es la principal causa por la que se suelen cerrar salas en España: la inviabilidad de los proyectos por obstáculos burocráticos, altos precios de servicios básicos y el pago de licencias; así como las pocas subvenciones que se destinan a un grupo mínimo, casi siempre a los mismos grandes grupos y salas.
En ese sentido, han dejado las llaves del pueblo, o mejor dicho de sus teatros, a tickeras web como Atrápalo, Entradium y otras similares, que se gestan la repartición de públicos según dogmas de la publicidad online. El que paga más se pone en el home. Al que paga más se le ponen las estrellas. Y, lo que es peor, al que paga se le censuran los comentarios negativos y se les borra. Comentarios que, vale decir, en esta guerra puede publicar hasta tu competencia en un mensaje deshonroso sin haber visto tu obra.
Las tickeras además se suelen llevar diferentes porcentajes de acuerdo con las alianzas y contratos que tengan con los teatros. Por ejemplo, en salas del circuito off de Lavapiés, la comisión de Atrápalo no llega al 1%, mientras que en salas ubicadas en Noviciado llegan a cobrar hasta 10%, y eso que el ticket es vendido por solo el 60% de su valor real.
De forma que, si no abres taquilla se desencadenan dos situaciones problemáticas: por un lado, la venta online, aunque dupliques el número, nunca te dará el valor real de la entrada. Pero sin profundizar en el tema económico, hay algo peor, y es que pones en mano de la virtualidad a un público real y por tanto mermas la posibilidad de que el que pasa frente a tu sala decida entrar.
En consecuencia, menosprecias al público, lo conviertes en usuario. Lo degradas al click y no al sentimiento de la experiencia que es acudir a la taquilla. Eliminas así el fulgor de la marquesina, la vitalidad de las puertas abiertas y la añoranza del cartel de “agotados”. Ya no es el lugar de paseo sino el lugar de paso.
Así, el devenir de una producción y el trabajo de artesanos, de ensayos y creación artística, vestuario y escenografía, se reduce a que obra le apareció de primera en las páginas web. Pero las tardes de sábado en familia, en las que comías un helado y te ibas al teatro, han muerto.
Los actores ya no reparten volantes, no salen con los trajes a las calles en la algarabía de mostrar y relucir, de captar y llamar. Ni siquiera cuando hablamos de público infantil. La foto con el niño, la sonrisa que se refleja en los pequeños de ese mundo del arte y el entretenimiento ya no son prioridad.
Hace tiempo se extinguió el “¡pasen, pasen, que la función está por comenzar!”.
Con esta reflexión no aspiro a fustigar a aquellos que luchan por levantar espacios en medio del caos burocrático y de la velocidad con que las opciones culturales y deportivas se comen entre sí, se gangrenan en una competencia desleal, en la que ya no se apoya a nadie ni se va a ver el trabajo del otro. Pero sí apuntar a estos últimos. A los que hacen teatro sin ir al teatro. Al que no abre las puertas. Al que no muestra su taquilla. Al que apaga las marquesinas porque nadie la ve. Al que mató el templo.
El último gestor de la sala donde actualmente me presento con mi grupo de teatro en Madrid, me dijo: “Nadie compra en taquilla, por eso la cerramos y quien quiera comprar en taquilla, pues llama a la sala a ver si hay alguien”. Me pregunto quién le atenderá el teléfono a esa persona que llama cuando no haya nadie en la sala. Vale acotar que lo dijo cinco horas antes de la función, dejando al equipo y elenco perplejos. ¿No tenemos taquilla?
La irracionalidad está consumiendo espacios que se ahogan, y sacan la cabeza de vez en cuando para respirar. Nadie los ve ahogarse. Ni si quiera los mismos teatreros, que han dejado de ver los teatros como centros de culto y emoción.
Con esto, además, se rompe la cadena de servicios y el valor que se le da a cada persona en el teatro. Ninguno tiene ya guías de sala, solamente se ven en los grandes teatros como el Teatro Real o el Teatro Español cuando hay funciones. Tampoco se observan técnicos de iluminación, y mucho menos expertos en esta área. Abundan en cambio bufones de pacotilla que pretenden ser artistas, pero van y hacen su trabajo de 6:00 pm a 8:00 pm y cierran la oficina como si se tratara de una fábrica. Un teatro proletario, pues.
De las tres salas que nos presentamos entre diciembre de 2018 y diciembre de 2019, en ninguna el regente de la sala vio nuestras funciones. No sabrían qué se estaba presentando de no ser por un vídeo que enviamos para que nos otorgaran la temporada. Ninguno sabe cómo se llaman mis actores.
¡Que nos administre la taquilla el del bar!
Es posible que el agotamiento esté acompañando a los teatreros de cepa, cuyo trabajo se ve diezmado frente a las grandes producciones. Es como el debate de si el cassette o el disco morirían ante la aparición de Spotify. O si el libro dejará de existir ante el auge de las tablets y libros electrónicos.
Allí pienso en la calle de Ercilla, en Lavapiés, a minutos del centro de Madrid, donde una serie de gestores se aventuraron –por separado– a abrir sendos teatros: Lagrada, Encina, Plot Poit y Cuarta Pared. En un rango no mayor a 600 metros están también Residui, Nave 202, Nave 73 y Bululú, por seguir sumando. Siguen allí, latentes, algunas con sus puertas cerradas en horario vivo –cualquier horario en que haya gente pasando–, y se mantienen con el soporte de ser parte de un circuito teatral y, con ello, el reconocimiento.
Las nombro porque se me hace difícil no compararlas con las esquinas de la capital, repletas de restaurantes y bares que compiten entre sí, sin mendigar que “no viene nadie” o que “nadie los apoya”. Madrid es la ciudad con más bares en España, se contaban unos 6.758 en 2017, de acuerdo con La Vanguardia. Y los ves a todos enarbolando su propia marquesina, que a veces es la mísera combinación de tiza y pizarrón con el menú del día o algún descuento. Los ves en redes, en las que muchos destacan por sus miles de seguidores y por estrategias de redes sociales trabajadas. Y muy importante, los ves abiertos. Ves a su gerente o encargado atendiendo allí, dando las bienvenidas y revisando que cada detalle esté en su lugar.
¿Qué ha pasado con ese teatro cercano, amable y de calle? ¿El respeto y el compromiso al templo ya no son prioridad? O mejor, ¿por qué no estamos contratando a los administradores de los bares en nuestros teatros y seguimos teniendo gente pusilánime a los que no les importa si se cae o no una obra de teatro?
Buenísimo artículo, estoy totalmente de acuerdo!
¡Gracias!
#Seguimos 🙂