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Veronese, entre Chejov y Stanislavski

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Por Javier Molina.- Sobre el carácter de los rusos circulan múltiples clichés y estereotipos. Se dice entre otras cosas que son bebedores, sentimentales, tremendistas, festivos y trágicos. “Y quién ha vivido allí comprobará que todos estos mitos son reales”, asegura con sorna el escritor Emmanuel Carrére. También parece pensar lo mismo el director y dramaturgo argentino Daniel Veronese (Buenos Aires, 1955). Desde hace una década se impuso en las tablas españolas con versiones muy personales de Ibsen y Chéjov. En noviembre reestrenó su versión de Tío Vania, titulada Espía a una mujer que se mata, en el Centro Dramático Nacional. La principal novedad es que en este caso cuenta con actores españoles.

Lo primero que llama la atención es el naturalismo, la rapidez y la organicidad con la que se mueven y se solapan los actores. Discuten, se gritan, se besan y se emborrachan con una veracidad pocas veces vista en el teatro español.

No hay declamaciones, ni monólogos impostados. No hay teatralidad. Sólo en los montajes microteatrales de Martret se ha respirado tanta verdad en un escenario.

El escenario, aunque no es microteatro, rescata la esencialidad de aquel, una escenografía despreocupada y mínima que obliga a los actores a moverse y revolverse en apenas nueve metros cuadrados de habitación sucia y sin juegos de luz. Una operación, por cierto, que Veronesse ya utilizó en otros dos montajes: Teatro para pájaros y Del maravilloso mundo de los animales.

Los actores funcionan como relojes suizos. Ginés García Millán es un Vania chulesco que acaba protagonizando un monólogo trágico como pocos. Las lágrimas se prolongan durante la última media hora y los actores acaban en un estado catatónico del que no pueden salir ni siquiera en los saludos finales. Quizás es el único punto chocante en una obra que resulta creíble y disfrutable como pocas.

El Astrov de Jorge Bosch es un respiro de nihilismo en medio de personajes atormentados. Marina Salas borda a Sonia, una niña inocente y enamorada que es fea (aunque la actriz es todo lo contrario) y tierna hasta la médula. Pedro G. de las Heras encarna a un Serebriakov con porte de Marx, muy creíble y potente. Susi Sánchez y Malena Gutiérrez ponen otras notas de naturalismo en un ya de por sí eficaz conjunto. Por último Natalia Verbeke da el toque carnal y resulta mujer cruel y fatal al mismo tiempo. Sus escenas dramáticas son apabullantes.

Dicen que la versión argentina era aún más veloz, que el acento de aquellos es más musical y orgánico. En todo caso, este Veronese aporta al teatro español todo lo que este necesita. Y nos emparenta en alcoholismo, drama, tremendismo y fiesta con los rusos, nuestros queridos hermanos de alma.

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